Francisco Pérez Perdomo (Venezuela, 1930)
Inéditos
Por las bruscas tinieblas
Desde lo más
alto
de la soledad
descendía
el silencio.
Gravitaban las constelaciones.
Más bella
que la noche,
la muchacha ojizarca
a esa hora pasaba
por mi lado.
Era la señalada
hora planetaria.
Ondulaba la tierra
en su cintura.
Ella me miraba a
los ojos,
de paso, y un sacudimiento
interior mi cuerpo
estremecía.
Sesgado, el viento
se inclinaba
a mi oído
y en susurros,
tal una música
soñada,
me confesaba secretos
del pasado. Imprecisa,
yo la veía
perderse
en aquellas lejanas
comarcas
barridas por auras
invisibles.
Bajo la luna radiante,
pálidas y
esplendorosas figuras
pasaban danzando
y se esfumaban
de una pradera imaginaria.
Yo reclinaba la
cabeza,
miraba al suelo,
profundo, y otra
vez más
desde abajo era
arrebatado
por las bruscas
tinieblas.
Danzaban las sombras de la muerte
Agoreros, trizaban
los vencejos en
aquel
atardecer inmóvil
y en tropel,
como una tromba,
entraban
las legiones de
la noche.
Por un conjuro,
el cielo
se suspendía
y sólo a lo lejos
gravitaba el vacío
de los astros. Desde
lo profundo,
el hombre miraba
el firmamento
y anegaba sus ojos
en el sortilegio
de aquellas aguas
eternas. El tiempo
lo atormentaba.
Sonaba como un grito
entre sus sueños.
Nada más
escuchaba. Estaba
solo. El espacio
en torno de su cuerpo
daba vueltas y más
vueltas
y lo aprisionaba
entre sus barrotes
negros. Inexorable,
se le iba la vida.
De pie
se derrumbaba sobre
sí mismo.
Alguien le secreteaba
palabras
al oído.
Caía en un hondo letargo.
De pronto una puerta
indescifrable con
un golpe brusco
ante él se
cerraba. Atrapado,
quedaba al otro
lado. El alma
como un soplo ya
aleteaba
en la punta de sus
dedos. Afuera,
al son de una música
espectral
danzaban las sombras
de la muerte.
Desde el fondo del caos lo llamaban
El hombre miraba
la inmensidad.
De aquellas ruinas
crepusculares
salían unos
alaridos
extraños
y ululantes.
Como rayos grises
entre el polvo
se arrastraban los
lagartos.
Sepulcral, de bruces
entraba
la noche
y en sus telares
desolados
ella siniestramente
iba tejiendo los
trajes
de la muerte.
Broncas, se espesaban
las sombras. Cual
un vapor
que subiera del
suelo,
iban adquiriendo
poco a poco
ciertas formas dúctiles
y sofocantes. Con
sus fuegos
secretos le quemaban
las manos.
El filo de un grito
solitario
cortaba de pronto
las tinieblas
y penetraba en sus
abismos.
Inmutable, el hombre
oía el rumor
del tiempo
flotando sobre su
cabeza
y que nunca dejaba
de pasar.
Envejecía
el universo
y todas las cosas
lentamente
se iban marchitando
bajo los designios
de una profecía
antigua
y enigmática.
Víctimas
del pecado, los
hombres
reclinaban sus espaldas
cuando sobre ellos
se abalanzaba el
soplo
vertiginoso de la
edad.
Perdidos los ojos
en lo más
lejano, una sombría
ceremonia se celebraba
frente a él
y unas voces
muertas y torturadas
desde el fondo del
caos lo llamaban.
Francisco Pérez
Perdomo nació en Boconó, Venezuela, en 1930. Poeta y
crítico literario, formó parte de los grupos Sardio y El
Techo de la Ballena. Fue Fundador de la Revista Sardio. Premio Nacional
de Literatura en 1980. Su primer libro Fantasmas y enfermedades (1961),
convoca a seres extraños, fantasmas que pueblan sus sueños
y pesadillas. La crítica ha señalado en la obra de Pérez
Perdomo la influencia de grandes creadores como José Antonio Ramos
Sucre y Henri Michaux. En Los venenos fieles (1963) recurre al humor negro
y los temas cotidianos del hombre. Con Depravación de los astros,
obtuvo el Premio de la Bienal José Rafael Pocaterra en 1966. En
1983, la Editorial Monte Ávila recogió toda su obra en el
volumen antológico Huéspedes nocturnos. Posteriormente ha
publicado Ceremonias (1976); Círculo de sombras (1980); Los ritos
secretos (1981); El sonido de otro tiempo (1991); Lecturas (1994); Y también
sin espacio (1996) y El límite infinito (1997).